Al estilo de las viejas radionovelas, el equipo Yo te Cuento ha sonorizado cuatro relatos escritos por cuatro personas con discapacidad visual; sumérgete en estos ambientes sonoros en los que conocerás diversas miradas de la ciudad.
Andrea Lopera sintió mucha ira y frustración aquel día en que el optómetra le dijo que en algún momento iba a quedar completamente ciega y que iba a requerir un bastón para toda la vida. En este emotivo relato nos cuenta lo primero que hizo cuando se enteró de esa noticia.
Diego Molina hace un recuento de anécdotas y vivencias, unas bastante cómicas, y otras más dramáticas, que ha vivido en la ciudad a causa de su discapacidad visual.
Diana Jiménez nació y creció en Ibagué. Durante mucho tiempo odió esta ciudad que consideraba fría y caótica. Pero una noche "acompañada de un tinto y sus lágrimas", decidió migrar a la gran ciudad en busca de nuevas oportunidades.
Daniela Mosquera habla sobre esa ciudad pluricultural que es Bogotá; una ciudad de olores y sabores múltiples, una ciudad que recibe a todos y a la que se le tiene un afecto particular.
A partir de los encuentros semanales, los participantes de este grupo encontraron en la escritura un espacio para reflexionar sobre la ciudad, sobre vivencias cómicas, emotivas y dramáticas que vivieron en espacios y momentos específicos.
Bogotá
Por Gloria Rodríguez Rodríguez
Ciudad grande y hermosa. Vigilada por dos cerros, Monserrate y Guadalupe. Capital del país. Clima frío, delicioso.
Gastronomía abundante (ajiaco, puchero, tamal con chocolate, peto).
Su parte histórica se encuentra en la zona de la candelaria, ubicada en pleno centro.
Siempre con sus alas abiertas, cual mariposas, guapas y bellas.
Esta allí, bajo su cielo azul y amable, aunque a veces plomizo o cargado de nubes negras por tormentas fuertes que generan lluvias inclementes.
Cada minuto llegan a su suelo numerosas personas que buscan abrigo en cualquier rincón, sin importar las condiciones que se tengan para vivir porque vienen huyendo de situaciones muy difíciles en sus sitios de origen.
O porque desean encontrar diferentes clases de oportunidades para mejorar sus vidas.
Ciudad amada y odiada, pero dispuesta a compartir con propios y extraños todo lo que posee, con lo bueno o malo que parezca.
Claro que también hay que reconocer que en algunas ocasiones el trato para habitantes con disímiles características es desagradable, sobre todo por la ignorancia existente, incluso en los profesionales reconocidos.
Sin embargo, solo puedo terminar diciendo que, para mí, Bogotá es mi vida.
Orquídea azul.
La ciudad que nunca duerme
Por: D. J.
Siempre he oído noticias extranjeras de grandes ciudades donde a la gente le gusta migrar en busca de oportunidades, pero como vivía en una ciudad más pequeña no creí que fuera posible que lo hiciera algún día, sobre todo porque aquí, en mi país, la ciudad capital es demasiado fría para mi gusto.
Yo nací en tierra caliente; en la tierra del tamal y la lechona, del Bunde y de los florecidos ocobos de colores; donde se le hace siesta a un tinto y el atardecer se espera sentado en una silla mecedora en el corredor de la casa; donde los niños son libres y llenan los parques con risas y las cuadras peatonales con pasos apresurados, tal vez apostando alguna carrera para tocar el timbre de alguna casa o para llegar primero a la tienda y atragantarse con dulces. Ahí en esa ciudad nací, estudié y me hice grande; con sueños y metas que cada día se hacían difíciles de cumplir.
Mis padres y hermanos fueron los primeros en migrar a la gran ciudad, llevando consigo maletas llenas de ilusiones. ¿Yo? Pues me quedé en mí tierra porque en ese momento era mi zona de confort y, como signo de rebeldía, decidí abrirme camino.
Cuando viajaba a visitar a mi familia era horrible. Desde que subía al bus empezaba a sentir frío y me envolvía una capa de tristeza, porque por culpa de esa ciudad mis padres debían trabajar el triple y ya no les quedaba tiempo ni para una siestica. Todas las tardes escuchaba a mis tías decir que los rolos eran mala leche y mierdosos, así que me fui haciendo una imagen terrible de Bogotáz y es que cómo evitarlo si nunca encontraba qué q hacer y me la pasaba metida entre las cobijas tiritando de frío y en compañía de mis hermanos cuando llegaban del colegio. Poco a poco me fui distanciando y viajaba con menos frecuencia hasta que mis padres se mudaron de nuevo a Ibagué para estar cerca de mí y de la pequeña familia que había formado.
El tiempo pasó y con él las oportunidades de un futuro mejor, así que una noche, viendo las estrellas, acompañada de un tinto y mis lágrimas, exhalando un suspiro, tomé la decisión de agarrar mi niña, las maletas y migrar a Bogotá, así tuviera que enfrentarme al monstruo del frío. El día de la mudanza, con cada kilómetro que andábamos, la coraza que me puse se hacía más fuerte y en mi cabeza solo rondaban los planes que haría. Al llegar, la gran ciudad me extendió sus brazos y me abrazó tan profundo que olvidé el frío y me refugié en su manto sin saber que me quedaría feliz a vivir ahí para siempre.
Bogotá es la ciudad que nunca duerme.
Es la ciudad donde no se camina, se corre.
Donde de chimba se coge a tiempo el transporte y se llega al trabajo.
Donde se vive en el norte y se trabaja en el sur, y viceversa.
Donde las risas de los niños se opacan por el ruido de los carros.
Donde la única siesta que se toma es en el bus, porque no hay trayectos, hay viajes.
Bogotá es la ciudad que me enseñó a valorar los tiempos en familia, porque si bien son escasos, son los mejores. Ella, como buena madre, me ofreció techo, familia, trabajo y oportunidades, así que si me preguntan si me gusta y si la quiero, con amplia sonrisa y agradecimiento diré que es lo mejor que me ha pasado y que no vivo un sueño americano sino un sueño colombiano, o mejor, un sueño bogotano.
Lo que por agua se va…
Por Andrea Lopera
Se paró en frente mío y, mientras me apuntaba con una maldita luz, me dijo:
—Puede que dejes de ver en una semana o en dos años, pero de que vas a dejar de ver, vas a dejar de ver. Así que te voy a dar 15 días de incapacidad, para que aceptes la cosa y asimiles tu nueva condición; te recomiendo que empieces a usar el bastón, es importante que te acostumbres desde ya.
No lloré, solo me froté los ojos y le dije muy seria:
—¿Algo más, o ya me puedo ir de este patético lugar?
Solo sonrió y le dijo a mi madre:
—Es normal que esté enojada, denle tiempo, y ya se pueden ir.
Cogí mis cosas y salí del consultorio, a los segundos salió mi madre dando las gracias, casi corriendo para alcanzarme. Seguí sin llorar, sin hablar. Recuerdo mi mente en blanco y gris, puedo hasta escuchar aún al poco afecto que le tenía a Dios, resquebrajándose.
Llegué a mi casa igual de pasmada, dura, fría, tan desesperanzada y asfixiada, que ni me molestaba en respirar. Y entonces él me llamó, sintió mi rudeza y me invitó a tomar café o lo que hubiera en la olleta de su mamá. Nunca me negaba a sus invitaciones, siempre me deshacía los nudos de la vida y me cepillaba el alma, así que fui, eso sí, despacio, sin ganas.
Cuando llegó, me esperaba con nuestra cantante favorita ya sonando y con un pocillado de aguadepanela tibia, algo acarbonada. Me besó con ternura y me abrazó tan fuerte que lloré, por fin lloré de tristeza, de frustración, con toda la desesperación que era capaz de sentir, viendo mi mundo partirse en pedazos pequeños, muy pequeños.
Me llevó entre sus brazos al sofá, nos sentamos y lloró conmigo. No sabía por qué yo lloraba, pero no le importaba, solo me tomaba de la mano y lloraba; entonces hablé, le dije que de ida a su casa pensé en que ahora lo que debía hacer era tirarme al río, que ya no tenía sentido vivir y procedí a contarle mi “candorosa” historia con el oftalmólogo. Se secó las lágrimas y secó las mías, luego me regaló una de esas risas que tanto me alegraban el corazón y me propuso:
—No te odias a ti misma, odias lo que implica quedarte ciega, así que mejor vamos, coge el bastón y lo tiramos a él al río. Con eso te olvidas por un rato de eso y ya veremos qué pasa cuando lo necesites. Si quieres, yo te guío, mientras aprendemos a caminar.
Yo me reí y, como siempre, tomé impulso en sus ojos, me levanté y salimos de la mano, con el bastón envuelto en un trapo blanco, a modo de ceremonial burla. Llegamos al puente del río y, después de dedicarle unas palabras y muchos improperios a él, a la vida, a dios, lo botamos y lo vimos ir; y con él, la desesperanza, la parálisis de sentirme inútil, discapacitada.
Ahora, que efectivamente ocho años después necesito de un bastón blanco para vivir, no puedo negar que me duele su pérdida, aún más conociendo cuán caro es, pero no me arrepiento, dejé ir un estigma, un estereotipo que ya no cargo, una forma de vida que no tengo y enloquecí, justo lo que hay que hacer para no morir, para solo vivir, amar, reír.
Mi primer día camino a la universidad
Por Daniela Mosquera
Recuerdo, con nostalgia, mi primer día en la universidad. Recuerdo ese 8 de agosto de 2015, mi primer día de clases. Estaba muy nerviosa y me sentía temerosa de conocer ese nuevo espacio que se me presentaba imponente y desconocido.
Salí de mi casa en compañía de mi mamá, a las 5:00 a.m., para tomar el Sitp. Nos dirigíamos hacia la calle 72 con carrera 11, y tardamos en el recorrido hora y media aproximadamente. Durante el recorrido, mi mamá me explicó la ruta que realizó el conductor, los almacenes que se visibilizaban, y todo lo que ella podía observar. Yo me encontraba desconcertada, pues en ese momento estaba recibiendo mucha información que era novedosa en mi cabeza. Con franqueza puedo decir, que llegué a pensar que con el paso del tiempo me sería difícil recordar tantos datos y me sentí abrumada.
Cuando mi mamá me anunció que nos acercábamos al paradero de nuestro destino, me asusté aún más, pues no tenía mucha destreza con el uso de mi bastón, y me sentía insegura de tropezar y caer. Asumo que esta inseguridad llegó a mí en ese momento dado que el bus se encontraba totalmente lleno de personas, y era complicado moverse por el pasillo de este. Al descender, mis piernas temblaban, y tenía heladas mis manos. Mi mamá lo notó enseguida, y me invitó a tomar una bebida caliente. Como faltaba media hora para que permitieran el ingreso a los estudiantes al campus universitario, nos sentamos en una banca de concreto a esperar.
Debo admitir que, para mi satisfacción, estuve más tranquila en esa media hora de espera, pues aún no estaba preparada para interactuar con ninguno de mis nuevos compañeros de clase. No soy una persona antipática, simplemente en ese momento me sentía tímida y, además, extrañaba mucho a mis compañeros de colegio y los momentos que compartí con ellos. Tomé la iniciativa de desplegar mi bastón y hacer un pequeño recorrido, pero mis pasos eran cortos y lentos, y me avergoncé un poco. A pesar de que mi madre estaba a mi lado, me sentía perdida y me invadió una tristeza profunda, por un instante pensé que no debía estar en aquel sitio. Sin embargo, era necesario sobreponerme, pues no era momento de rendirme; ¡no podía renunciar antes de intentarlo!
Al abrirse las puertas de la universidad, ingresé apoyada en el hombro de mi madre. Le permití que me llevara hacia el salón de clases. Ella buscó el edificio donde se encontraba el aula y me ubicó en un pupitre y se despidió, dándome un beso en la frente. Algunas compañeras se acercaron a saludarme, yo para ese instante me sentía más alegre y tranquila. Tomé nota de lo que la docente explicó durante las 2 horas siguientes y, al comprobar que la clase había terminado, volvió a mí esa sensación de preocupación.
Para mi alivio, una de las compañeras que estaba cerca, me ofreció su brazo para salir del recinto. Fue muy amable conmigo y me hizo sentir bienvenida. Pasaron varias semanas hasta que finalmente me atreví a caminar sola, pero la sensación de miedo, estuvo presente varios meses.
Minas antibastones
Por: D. J.
Existen muchos tipos de minas: minas de carbón, de sal, de esmeraldas, de diamantes, minas antipersonas y hasta minas de lapicero, pero les apuesto que no han oído hablar de las minas antibastones, y es porque así las bautizo yo.
Son unas cosas amorfas, blandas o a punto de deshacerse que encuentras en cualquier lugar, esparcidas o juntas. Nunca se sabe cómo y cuándo se encuentran, pero cuando sucede es lo más desagradable al tacto, sobre todo cuando llevas tu bastón y la vía del camino. A mí, por ejemplo, cada vez que me pasa, siento un calor recorrer mi cuerpo, me sudan las manos, siento que hasta el pelo se me pone rojo. La imaginación se me dispara. Imagino que esa mina viene hacia mí para inundarme y no sé qué hacer, porque, si me muevo, mis pies correrán la misma suerte que el bastón; es como si estuvieras en el mar y, donde sea que mires, solo hay agua.
Empiezo a recordar los antepasados de estos seres tan maravillosos a los que quisiera que se tragara la tierra y los escupiera en un mundo solo para ellos, pero recuerdo que también son luz y se me pasa.
Pienso que estas minas deberían pertenecer también a la minería ilegal, a ver si así se ocultan un poco de nuestra vista y pudiéramos tener más libertad para caminar. A mí me encanta caminar, pero siento un miedo paralizante cuando pongo un pie fuera de casa, porque, enseguida, me pregunto: ¿Cómo podré pasear entre estos campos minados y salir ilesa? Afortunadamente todavía quedan personas que en algunas ocasiones evitan estos difíciles tropezones, pero cuando suceden porque sí, terminan por arruinar todo un día de buenas intenciones.
Recuerdo una vez que, caminando por las calles de mi barrio, trepada en mis tacones, tuve un encuentro frente a frente con una de estas minas. Fue como caer en el pozo de la desesperación; me sentí aturdida por todo el ruido y solo quería desaparecer. Como pude, llegué a mi casa y, enseguida, utilicé todos los detergentes y desinfectantes que existen para lavar mi bastón, hasta que fue imposible detenerlo más y corrí sin descanso al baño para volver el estómago por la boca. Con cada espasmo que sentía, era una nueva sarta de improperios hacia todo y todos, porque todos las ven, pero nadie hace nada por acabarlas y esto me frustra al punto de asociar todo lo blando que siento con mi bastón con una sucia y asquerosa mina antibastones.
Ojalá algún día, cuando haga parte del gobierno, pueda poner mi mano dura sobre todos estos seres de la naturaleza para que nunca más nos encontremos con estas minas antibastones.
lo iba a ser todo para mí.
Olores importantes en mi vida
Por Ángela Fontecha
Desde mi punto de vista, el sentido del olfato juega un papel indispensable en la vida del ser humano, ya que permite descubrir los aromas que existen a nuestro alrededor; además, gracias al sentido del olfato, se puede identificar qué esencias o aromas son agradables o desagradables.
Como bien se sabe, el sentido del olfato lo compartimos con los animales; de hecho, las diferentes especies de animales lo tienen mucho más desarrollado que las personas. Un ejemplo claro es el perro, esta es su característica esencial.
Algunas personas son más olfativas que otras, es decir que pueden detectar el olor de las cosas y se pueden relacionar fácilmente con el medio ambiente.
El olfato influye mucho en nuestra alimentación, este ayuda a distinguir el sabor de las comidas y bebidas que consumimos todos los días, a través de la nariz.
El olfato y el cerebro tienen una relación estrecha, puesto que este envía mensajes al cerebro mediante las células receptoras, esto ayuda a que podamos percibir los olores.
Los olores, así como los sonidos, resultan ser una guía fundamental para las personas con discapacidad visual. Gracias a él se pueden identificar gran variedad de elementos al pasar por distintos lugares; por ejemplo, el olor a café, a chocolate, a comida cuando pasamos por restaurantes; a pan fresco al pasar por panaderías; a pintura, a pasto, al metal de las monedas, entre muchos otros, los cuales suelen ser muy comunes o conocidos.
También existen olores poco agradables como los que producen las alcantarillas. O el olor del polvo que se levanta por el viento; en fin, todo lo que se relaciona con contaminación ambiental.
Gracias al sentido del olfato podemos notar el olor de alguna fruta o comida que se encuentra en mal estado, esto causa que nos dé miedo comerla porque pensamos muchas veces que nos puede hacer daño, y puede afectar nuestro organismo. Como ejemplo también se puede mencionar a la leche y sus derivados, en este caso el olfato es fundamental, porque así sabemos si se puede usar o no.
Cómo olvidar el olor de las fábricas e industrias de la ciudad; algunas de ellas como la fábrica de café, ubicada en la carrera 13 con calle 68. También la fábrica Nacional de Chocolates y la fábrica de aceites, ubicada en la Sevillana.
Cuando voy a la plaza de mercado con mi familia, puedo identificar las frutas y verduras que se encuentran en la zona gracias a sus olores, algunos son fuertes y otros no; además, predomina el olor de los granos como la lenteja, la arveja, y el fríjol.
También se puede identificar el olor cuando hacemos la limpieza en la casa, nos podemos dar cuenta si la ropa que nos colocamos está sucia o limpia, podemos notar si nuestra oficina de trabajo está totalmente aseada y también si el centro educativo al que asistimos ya sea universidad o colegio, está o no en buenas condiciones para recibir nuestras clases, pues esto influye en nuestro aprendizaje y en nuestra vida laboral.
Me gusta el olor a la naturaleza, al aire puro de los árboles; me gusta escuchar el agua de los lagos y oler las diferentes clases de plantas; estos son mis favoritos porque, al caminar, siento la tranquilidad y hace que tanto mi cuerpo como mi mente estén relajados, liberando todas las tensiones corporales causadas por las situaciones de estrés de nuestra vida cotidiana.
Mi bastón
Por Víctor Bustos
Amigo bastón,
bastón amigo,
blanco es tu corazón.
Ayer no te quería
y hoy empeñas mi mano.
Bastón amigo,
amigo bastón,
eres luz del hermano ciego
que, con su suave ritmo,
va sorteando caminos y calles,
evadiendo huecos y vidrios.
Por eso, amigo bastón,
te canto estos versos de amor.
Bogotá
Por Alexander Rodríguez
Al estar frente a la ventana, me sentí rodeado de silencio, entonces decidí salir a caminar por la ciudad. Escuchaba a la derecha carros y motos, escuchaba a la izquierda pasos de personas y sus interacciones entre sí, entonces entendí que lo que estaba buscando no era el ruido capitalino, estaba buscando lugares en donde pudiera encontrarme con sonidos de la naturaleza, más aún en esos momentos cuando necesitaba canalizar energías.
En esa búsqueda del lugar de mi imaginación en la inmensa Bogotá, encontré lugares que brindan una sensación de calma y hacen que no se necesite percibir con los ojos por un rato, me refiero a esos lugares que te trasladan de nuevo al lugar de tu imaginación, pero el crujir de las máquinas hizo que no pudiera encontrar calidez y serenidad en una ciudad donde la naturaleza apenas existe, llegando a contemplar los beneficios que traería dejar mi caótica Bogotá para encontrar la armonía que tanto necesitaba.
¡No es tan fácil salir de esta ciudad!
Si te fijas bien, en cada rincón encontrarás algo mágico: un jardín, una antigua catedral o incluso un asiento junto a un río; todos parecen proporcionar algún tipo de escape de la realidad al menos por un momento.
—No dejes que esta fría ciudad te afecte, siempre hay lugares que cambiarán la percepción. —pensaba mientras deambulaba por lugares en búsqueda de algo más allá de tonos grises, brisas heladas y paisajes artificiales.
En esa búsqueda de un lugar especial me enfrenté a lluvia, sol, hambre y frío. Estaba a punto de darme por vencido, creyendo que Bogotá nunca cambiará. Con la cabeza gacha me estaba devolviendo a mi ventana, cuando el cantar de un ave me llevó a encontrar un polo a tierra en un pequeño parque de Usaquén y un gran árbol me enseñó que todo lo que siempre necesité lo tengo en mis brazos.
Después les cuento todo lo que tuve que hacer para estar más cerca de este lugar al que me llevó el pollo.
Un cumpleaños inolvidable
Por: D. J.
Amaneció y desperté al sonido del poderoso canto del happy birthday, que se repetía y retumbaba en mi cabeza; oía las voces de mis padres y mi hija distorsionadas por el sueño que tenía en ese momento, pero debía levantarme y disfrutar la vuelta al sol que empezaba. El día anterior quedamos con mi hermana en que vendría por mí para pasar la mañana juntas, según ella porque me tenía una sorpresa.
A fuerza, dejé la cama y lo primero que sentí fue un frío que calaba los huesos, fui al baño, hice mi rutina matutina y, cuando salí, mi madre me ofreció un café que saboreé con gusto. Estaba muy tranquila sentada en la sala hablando de lo que me prepararían de almuerzo cuando llegó mi hermana con su alboroto. Me saludó y abrazó efusivamente y dijo: «¡prepárate que nos vamos ya!». Así que a duras penas medio me terminé el desayuno y salimos como alma que lleva el diablo.
La odisea empezó cuando nos paramos a esperar el bus que nos llevaría a nada más y nada menos que al cerro de Monserrate; sí, sí, ese cerro al que todos quieren ir, incluso yo, pero no imaginé que fuera el día de mi cumpleaños y al que subiría de esa manera. Nos subimos al bus y afortunadamente no estaba lleno, así que nos sentamos. El trayecto fue normal y rápido, pues era domingo y ese día en particular no había trancones. Durante el recorrido hablamos de todo un poco con mi hermana; que si la edad… que si el cerro… como era una nueva ruta para mí, le preguntaba por sitios de referencia y ella, como buena descriptora, todo lo decía.
Llegamos como a las 7:30 aproximadamente y, entre picos y abrazos, nos saludamos con un grupo de amigos que iban para acompañarnos. Nos juntamos alrededor de 10 personas y la expectativa se hizo mayor cuando vi que empezábamos a subir escaleras. La pregunta del millón era: ¿Y el teleférico? ¿Y el funicular? Pues no, no, no. Ni por arriba ni por abajo; subí el cerrito a pie. El primer tramo fue suave. En verdad es mucha la gente que sube, así que se escucha mucho ruido, desde los vendedores de todo tipo de artilugios para bendecir arriba, hasta los vendedores de bebidas y comida. Cuando llevábamos alrededor de media hora caminando, mi hermana me entregó una botella muy grande con agua, me la bebí casi que al instante, porque subía tres escalones, paraba y daba grandes sorbos, además de sentarme hasta por 10 minutos.
Cuando llegamos al primer pueblito, como ellos lo llamaban, nos tomamos las primeras fotos para las redes sociales, y aunque no tuve tiempo de verlo con detenimiento, el ambiente se sentía en verdad como el de un pueblo. Ese olor a parrilla, a humo, a carne asada, y, para completar, ese ruido de gente hablando; unos corriendo y otros, como yo, caminando despacio. A la mitad del camino me sentía cansada; mi cuerpo estaba sudoroso y la cara la sentía roja, como un tomate; la nariz fría y toda yo con ganas de regresarme por donde vine, pero al pensar que ya tenía más de la mitad de la montaña recorrida se me pasaba. Como no conocía este lugar emblemático y turístico, cada cierto tiempo le preguntaba a mi hermana que cuánto faltaba para llegar a la iglesia y ella respondía que estábamos cerca. ¿De qué? Entre más caminaba, más lejos estaba de la cima.
Ya en el último tramo no podía ni con mi conciencia. No sentía los pies y en una piedra que había a un costado me senté dizque a descansar, pero resulté acostada. El grupo aprovechó para tomarme fotos y hacerme recochas. La demás gente, una susurraba cosas como «pobrecita», otra decía que era una valiente por subir a pie y yo, literalmente quería matar a mi hermana por su regalo tan inusual. Faltando pocas escalas para llegar al templo hubo un señor que llamó mi atención por su entusiasmo con el que gritaba: «¡Ánimo!» ¿Animo? Si lo que necesitaba era una bala de oxígeno y un par de pulmones nuevos, porque al parecer los que tengo no funcionaban ese día.
A las 9 de la mañana llegamos finalmente al templo. Estuvimos en la misa y me llevaron a conocer la capilla que hay enseguida donde el señor de Monserrate está encerrado dentro de una caja de cristal. Arriba se siente mucho frío y en varias ocasiones hubo llovizna. Antes de entrar a la iglesia nos fuimos a un puestico a tomar agua de panela con queso y empanada. Visité también el puesto de artesanías, el sacerdote, al finalizar la misa, hasta bendijo todo lo que la gente llevaba. El regreso fue más fácil. Hicimos menos paradas; comí queso con bocadillo y hasta tomé chicha en botella de gaseosa.
La verdad es que no me puedo quejar, porque fue una experiencia maravillosa llena de momentos inolvidables e irrepetibles. No sé si volvería a subirlo caminando, pero sí volvería a visitarlo. Por ahora solo guardo el recuerdo que comparto en redes cada año.
La ilustración es un ejercicio que invita a soñar e imaginar. Normalmente se piensa que el ejercicio de ilustrar es netamente visual. Pero... ¿por qué no darle una oportunidad a ilustrar con los dedos?, ¿a la maravilla de sentir cada trazo bajo nuestras yemas?, ¿a traer de la memoria esos recuerdos de cuando se veía?, ¿a darle colores y configuraciones al mundo desde las formas y las texturas? A continuación encontrará una galería de ilustraciones de personas con discapacidad que se animaron a experimentar, a soñar, a colorear sus historias y ponerles una imagen
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