Un árbol para la memoria

Entre el 17 y el 20 de septiembre, los niños y jóvenes de la comunidad indígena Nasa que realizaron el cortometraje ‘El árbol del amor’ estuvieron en Bogotá participando de una agenda de socialización y concientización. El corto, escrito y animado por ellos, da cuenta de cómo su vida se vio afectada por la guerra.

Por María Fernanda Gaitán Torres

Lleva muchos años atado a la tierra y a la vida, en el suroeste del país. Es enorme y majestuoso; sus hojas verdosas decoradas con flores rosadas recogen una energía casi magnética, energía que se extiende por el musgo gris que ahora lo acompaña. Sus raíces sobresalen del suelo llano que lo tiene de huésped. Su tallo, herido por los proyectiles propios de la guerra, ha sido testigo del amor, de la inocencia y de la esperanza.

“Voy a echar un cuento que muchos no conocen, el de El árbol del amor”, dice el profe, coordinador pedagógico zonal y maestro en el departamento del Cauca. “Ese árbol es la semilla del amor, el alcahueta del cariño y el afecto entre los más jóvenes. Siempre que una nueva historia de amor comienza, ellos lo visitan”. Mientras sostiene su sombrero, adornado con un chumbe, continúa el relato: “ese árbol representa una conexión con esta vida íntima, con la vida territorial; enraiza pensamiento, memoria y colectividad”.

Situado en el norte del Cauca, el Árbol extiende sus raíces hasta la capital colombiana, pero ahora representado en un cortometraje animado que habla del pueblo Nasa, una comunidad indígena que resiste, que sueña con un país diferente.

Martes: Comisión de la Verdad
En el centro de Bogotá, adornado con casonas y pequeñas calles, el Árbol del amor se prepara para ver la luz. Los niños, niñas y jóvenes que le dieron vida a este cortometraje animado de 35 minutos, están sentados uno al lado del otro. Algunos llevan uniforme. Casi no conversan, pero se sueltan una sonrisa pícara de vez en cuando. Los asistentes los observan con cautela, se preparan para retrotraer el mundo a los años en los que el conflicto penetró las venas del país, para darle la cara a una realidad que no ha desaparecido y que, con angustia, parece querer tomar fuerza de nuevo.

Nosotros estábamos comiendo a las dos y media cuando comenzamos a oír tiros. Fue un poco fuerte el ruido de los tiros, yo sentí mucho miedo porque nunca había visto algo así.

El testimonio del reclutamiento forzado y de los vejámenes de la guerra se tomó la sala. Sek y Ate, que traducen sol y luna en lengua Nasa, protagonistas del corto, aparecen en pantalla. En la primera escena se vislumbra una escuela. Los niños, sin comprender lo que sucede, oyen balazos y hélices retumbando. Los combatientes entran a los hogares, sin permiso y con arma en mano. Se llevan a los más jóvenes, los reclutan. Las lágrimas cubren los ojos de los familiares que observan sin poder detener lo que sucede. La escena, que no contiene ficción en lo absoluto, representa la realidad de la infancia en las regiones; es la historia de otros 7.398 menores que, según la ONG Save the Children, han sido reclutados en Colombia por grupos armados desde 1985 hasta 2019.

Fxtuu Wêdxnxi (El árbol del amor) ha terminado su proyección. La música rap, escrita por uno de los jóvenes, lo indica. Luego de los aplausos, cinco personas pasan al frente: el profe; un miembro de Taw Estudio, productora constituida por jóvenes del resguardo Nasa que participó en la elaboración del corto; una de las jóvenes ilustradoras; el reportero inglés Matthew Charles, director del proyecto y la entrevistadora, miembro de la Comisión de la Verdad.

—El corto tiene una historia que me afecta personalmente —dice el joven miembro de la productora—, la historia de Armando, uno de nuestros compañeros. Yo recuerdo que él estaba en once, próximo a graduarse, yo estaba en noveno. Un día desapareció, nadie sabía de él. En la comunidad salimos a buscarlo, lo encontramos sin vida en el río.

El joven hace silencio por un momento largo: los recuerdos causan que sus ojos se llenen levemente de lágrimas. Pide disculpas y continúa: —No me gustaría volver a repetir lo que vivimos. Por eso es necesario que se apoyen estas iniciativas que permiten visibilizar desde lo audiovisual, y que también permiten resaltar las cosas buenas de los territorios indígenas. Aunque ese fue mi entorno, nunca me torcí, no quise formar parte de ningún grupo. Esos pasos no llevan a ningún lado —termina y, con una sonrisa, le pasa el micrófono al profe.

—Lo que pasa es que a los jóvenes desde la guerra los enamoran. Ellos nacen con la guerra y nadie se preocupa por liberarlos —agrega.
—¿Cómo desde la Comisión de la Verdad podemos ayudar a que esto no siga pasando? —pregunta la entrevistadora de la Comisión. Todos callan. Piensan por un momento la respuesta:
—Es necesario que el país piense en el qué vamos a hacer. No solo en lo que está pasando, sino en lo que se puede hacer. Es necesario que la historia no se vuelva a repetir —contesta uno.
—Se avecinan tiempos oscuros, ojalá no lo repitamos. Hay que reconocer que la guerra fue una gran equivocación —contestó otro.
—Hay que hacer que en Colombia se construya una posición unificada de la guerra. La guerra nos ha hecho mucho daño, nos ha cortado las alas, no debería ser aceptada. El rechazo a la guerra debe unir al país, queremos que se respeten nuestros derechos —dice un tercero.

El encuentro está a punto de terminar, los asistentes se alistan para salir. Sin embargo, una idea ha quedado suelta, y es el profe quien decide tomar el micrófono:

—Nuestra comunidad es resistencia. Nos están matando, pero cada vez que matan a uno, mil nacerán —hace una pausa corta y continúa— no hay quien conozca mejor la paz que quien vivió la guerra.

Jueves: en el colegio
Son las nueve de la mañana. Ewsa manga pete (buenos días en lengua Nasa). El árbol del amor se prepara para dejar una nueva semilla. Después de despedirse del hotel que los recibió en Bogotá, los jóvenes se preparan para un taller de diálogo en el colegio Nicolás Buenaventura, en la localidad de Suba. Dos carros los esperan. Al interior de uno de ellos viajan el profe y dos de sus estudiantes. Al principio, dentro del vehículo, el silencio cubrió la atmósfera helada, típica de una mañana en la capital. Sin embargo, una pregunta atenuó y pintó de calidez todo el viaje.

—¿Qué quieren escuchar?, ¡pongamos musiquita!—preguntó Isis, profesora que se encargó de dar herramientas a los muchachos para que pudieran construir las historias que se recogen en el documental.
—A mí póngame Lo de menos, de Silvio Rodríguez —dijo el profe.
—¿No es Lo de más? —indagó Isis.
—Eso…¡Lo de más! —sonrió el profe— Es que la canción dice Lo de menos —Agregó esbozando su enorme sonrisa, adornada con una barba de candado. Sus dos estudiantes, que también estaban a bordo se ríen. Luego de comentar sus gustos musicales, pedir una salsita y un rap de Nanpa Básico, se animan a hablar de sus sueños.
—Yo quiero trabajar con niños, me gusta mucho eso —susurró una de ellas, mientras mira a su compañera.
—A mí me gusta el diseño gráfico y la animación. De hecho yo realicé algunas de las ilustraciones que aparecieron en el corto —comenta la otra. Ella, junto con varios de los compañeros de su resguardo, realizaron un tecnólogo de animación digital en Popayán durante tres años, gracias a la colaboración de El Consejo Noruego. En este nivel de formación aprendieron muchas de las técnicas y efectos audiovisuales que hacen del corto una pieza de arte llena de naturalidad.

9 y 30 de la mañana. Las rejas metálicas y grisáceas les dan la bienvenida a la institución. Todos ingresan con cautela. En el segundo piso, un grupo de aproximadamente 24 estudiantes y 3 docentes los espera. El profesor Javier Osuna, director de la Fundación Fahrenheit 451, quien también acompañó el proceso de narración del testimonio de los jóvenes, abre la jornada con un pequeño comentario antes de proyectar el corto. “Lamentablemente estamos normalizando la violencia. Solemos sentir que el conflicto está lejos. Tenemos que dejar de ver la realidad de los otros como si no tuviera nada que ver con nosotros. Este es un espacio para que dialoguemos con este corto”.

Un arma disparé la primera vez; tuve un poco de miedo. El culatazo del fusil me tumbó y los guerrilleros se burlaron de mí, porque era muy pequeño.

Nuevamente El árbol del amor está en pantalla, pero esta vez con un público diferente. Los estudiantes de la institución, vestidos con pantalón verde y chaqueta gris, observan detenidamente las historias que narra el corto, contadas en su mayoría por niños de cuarto y quinto de primaria del Cauca.

Una vez la música marca el final, los rostros de los estudiantes reflejan un semblante diferente. Al principio silencio, luego una doble ola de aplausos.

—El corto me dio mucha tristeza, estamos en un país donde puede más la guerra que la paz —dijo una estudiante. Otra de sus compañeras se anima y levanta la mano.
—A veces uno conoce todo a través de las noticias y no de esta forma. Este corto es un aprendizaje, nos enseña a valorar un poco más lo que tenemos.

El espacio de reflexión continúa. Una de las jóvenes, quien anteriormente había comentado el corto, con timidez, levanta la mano para hacer una pregunta al profe:

—¿Cómo vivieron ustedes la guerra, cómo era todo?
—La guerra te acostumbra. Nosotros recibimos 800 ataques en un año. A los 6 meses de hostigamientos en la mañana, tarde y noche, las personas se acostumbraron —responde.

Todos observan al profe, él habla siempre con una sonrisa honesta. Mientras tanto, en una de las esquinas del salón, a voz baja para no interrumpir, uno de los jóvenes creadores relata las costumbres de su comunidad a uno de los asistentes:

—Nosotros tenemos muchos rituales. Uno de esos es el ritual llamado Saaklu (Se pronuncia Saaquelu). Este ritual tiene una duración de 4 días. Resumiendo: al inicio, los mayores del resguardo escogen un árbol, este es posteriormente talado, los que cortan el árbol deben haber comido mazamorra. Luego es sembrado en nuestra comunidad, en medio de danzas y ofrecimientos. Bailamos la danza de la serpiente, del colibrí y del caracol. Tomamos chicha de maíz, de caña y chaguasgua. Hacemos un ofrecimiento de la carne, del ganado, al cóndor que es protector, al sol y a la luna…

El joven pausa el relato para responder a la pregunta que la estudiante, de cabello corto y trenzado, acaba de hacer al profesor: —Ellos siempre madrugaban para enfrentarse. Nosotros nos quedábamos en el cruce de la balacera cuando estábamos en el colegio. No podíamos volver a la casa hasta que todo se calmaba —dice, y sonríe a quienes lo observan.

—El pueblo Nasa, que viene de una línea guerrera, ha luchado para resistir. Y aunque creyéramos que la guerra no nos estaba afectando, la verdad es que sí; es por eso que este corto es una oportunidad para demostrar ese dolor —cuenta nuevamente el profe.

Ya es hora de cerrar la actividad. La sensación de que se necesita más tiempo para dialogar sobre el conflicto y para escuchar los testimonios de quienes lo han vivido de frente es inevitable. Los estudiantes comienzan a organizar sus pupitres. No sin antes llevar a cabo el recado que Javier Osuna les pide: escribir una carta a cualquiera de los personajes del corto. “Se trata de una oportunidad de quitarse las máscaras y hablar desde lo más profundo del corazón”, comenta.

La jornada ha terminado. Todos comienzan a abandonar el salón de a pocos. El profe y sus estudiantes están a punto de abandonar el salón; se despiden de quienes escucharon su testimonio. Están a punto de cruzar la puerta, hasta que la voz de El profe llama la atención de todos.

—¡Ah se me había olvidado decirles! —comenta con afecto—. En mi comunidad siempre hablamos del ‘cambio de mano’. Eso quiere decir que como nosotros vinimos a visitarlos aquí a Bogotá, ahora ustedes tienen que ir al Cauca —termina, mientras todos se ríen producto de la inesperada escena.

‘El cambio de mano’ representa un compromiso. Eso quiere decir que como los jóvenes se han animado a contar cómo la guerra atravesó sus vidas, ahora le toca a Colombia devolver el mensaje, garantizar que sus derechos sean respetados y que lo que les pasó no se vuelva a repetir jamás.